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AVENTURAS CINEGÉTICAS

"Recordando a mi padre: Alfonso Carmona"

Era un tipo estupendo. Y murió joven... Yo, que he estado muy cerca de él hasta su marcha, sé que la tenía perfectamente asumida, porque sabía que los cincuenta y un años que estuvo entre nosotros, los había vivido intensamente, que en otra persona hubieran supuesto, al menos tener ampliada su vida terrenal quizá otros tantos. Así que, creyendo haber cumplido la misión para la que había nacido, una tarde de Agosto, nos miró sonriente y, sencillamente, se apagó.

Creo que llegó a cumplir puntualmente las tres facetas que -parece-, ha de desempeñar todo varón que se precie, pues dicen que el hombre, como tal descrito, para poder sentirse realizado, ha de tener un hijo, un libro escrito y, un árbol en su vida haber plantado.

El hijo, lo tuvo multiplicado por cinco. Árboles plantó cientos, y el libro, aunque no fuera nunca encuadernado, lo fue desgranando en versos y escritos entrañables, que fue dispersando entre las gentes que tanto le hemos querido a lo largo de su corta vida.

Toda ella tuvo diferentes matices que no vamos a enumerar ahora, en cuanto se refiere al sentido de lo familiar, la amistad que tuvo por di visa, el sacrificio por un ideal, o el cumplimiento de su deber, cosas todas que ejecutó sin tasa ni medida. Por lo que esta sinopsis de su vida, la voy a referir exclusivamente a una pasión que tenía: la caza.

La afición le venía de lejos. Desde que era muy joven y aún llevaba pantalones cortos. Y como quiera que por la tarde ayudaba en su bufete a un excelente abogado, amigo de la familia, cazador impenitente en todas las modalidades de arte cinegético, muchos finales de semana se marchaban a la sierra, en un provecto automóvil Ford T, estilo Bonny & Clyde, que trepaba renqueante las cuestas de Los Cerrillos y Peñallana, para dar rienda suelta a su afición, concretamente en una de las facetas mas en boga de aquellos contornos de Sierra Morena: la caza de perdiz con reclamo.

Los preparativos de los bártulos se desarrollaban con precisión matemática: Ropa adecuada según la época, escopetas a punto, cananas repletas de cartuchos y, sobre todo, un par de machos es meradamente cuidados en sus jaulas, las cuales iban debidamente tapadas hasta situarlas en su camuflado puesto.

Tengo que hacer inciso, porque no me resisto a detallar los pormenores de como en aquellos años de la posguerra, era la forma de proveerse de la necesaria munición destinada a "apiolar" la pieza deseada.

Alfonso tenía una buen escopeta. Una "Sarasqueta" marca Jabalí, del calibre 16. Liviana, graciosa, bien pavonada, limpia como el jaspe, la culata y la caña perfectamente saqueadas, dispuesta siempre. Cuando la encaraba, se acoplaba al hombro como si, en el momento de apuntar a la pieza puesto a tiro, fuera una prolongación de los brazos, y quisiera formar parte de él mismo.

¡Ah!, pero el asunto de los "materiales" era otra cosa. Corrían tiempos difíciles en los que, aparte de la penuria económica, no se encontraba de nada. Los cartuchos, la pólvora y los plomos calibrados eran artículos poco menos que racionados. Pero la afición podía con tales inconvenientes. Recuerdo  vívidamente que, llegado el sábado, mi hermano se las arreglada, (y, enseñó a hacerlo para ayudarle), para que el día siguiente la canana estuviera repleta de los necesarios cartuchos, recargados una y otra vez hasta la extenuación.

La operación se desarrollaba de una manera absolutamente artesanal: Los cartuchos disparados, -previamente recogidos en el campo-, eran seleccionados, y a los aún utilizables, se les desmontaba cuidadosamente el mixto ya permutado; con una puntilla se desplazaba de su alojamiento el diminuto redondel de cobre y, con la cabeza de otro clavo, se volvía a poner plano. Los detonadores eran "mixtos cachondos", de los que se utilizan para las pistolas de juguete. Se recortaban de su cartoncillo, (¡cuántos me han explotado entre los dedos!) y un par de ellos se acoplaban en el minúsculo habitáculo mediante unos alicates, (¡cuántos me han chamuscado las uñas al apretarlos!), y se situaban nuevamente en el culatín del mas que usado cartucho.

La confección de los "plomillos" era asimismo un poema. El plomo necesario procedía de trozos de viejas cañerías rebuscadas entre los escombros como aprendiz de chatarrero. Se derretía hasta la ebullición y, con el cuidado que la temperatura requería, se colaba por un trozo de tele metálica a guisa de tamiz sobre un recipiente lleno de agua, donde los perdigones se enfriaban y endurecían, para servir, en forma de gotas, de elemento mortal sobre el objetivo destinado a la cazuela... 

¿Y la pólvora? Otro problema a solucionar. Hasta de morteros y balas de mosquetones Mauser, cuyos peines se hubiera uno podido agenciar, procedentes de la no muy lejana Guardia Civil...

Ya con los elementos necesarios, se procedía a la "recarga": Mixto en su culatín, un dedal (de coser, robado a mi madre) de pólvora, taco de papel de periódico, el plomaje necesario, -que al disparar se desplazaba en cualquier dirección- y una tapa de carón recortado según el calibre. Como "final de fabricación, una curiosa maquinilla acoplada al borde la mesa y, mediante la presión del dispositivo de que disponía para atenazar ambos extremos, se daban vueltas a la manivela para rebordear la vaina, y... cartucho dispuesto para ser disparado.

Pero volvamos al paraje escogido para la aventura de la caza de perdiz con reclamo. La finca era normalmente una que distaba de Andújar unos dieciocho kilómetros. Carretera del santuario de la virgen de la Cabeza arriba, se llegaba a la Venta de Los Pinos y, torciendo a la derecha, enfilabas un trecho hasta el Cortijo del Camino de la Plata, nombre que procedía de unos yacimiento que, en tiempos, fueron explotados en busca del preciado material.

Llegados al sitio preferido, se procedía a confeccionar el "puesto". Como un rito, se colocaba al pájaro-reclamo encima de unas matas de lentisco o jara, rodeándolo de tamujos por todas partes, menos por una que se dejaba al descubierto, de cara a una pequeña lonja o raso por la que debían entrar los machos silvestres, engallados y dispuestos a la pelea, con el intruso que osaba disputarles sus hembras y su terreno.

Enfrente de la jaula, y manteniendo un perfecta visión del rellano ya debidamente limpio de piedras y matorrales, a la distancia precisa, se improvisaba la choza donde los cazadores se emboscaban. Esta era lo suficientemente amplia para no entorpecer sus movimientos: construída con ramas de la flora circundante, para que difiriera lo menos posible del entorno natural. Solamente se podría distinguir -y eso para gente avezada al monte-, unas pequeñas troneras entre la maleza, por las que poder mirar, y sacar lo mínimo el cañón de las escopetas, dispuestas disparar sobre el pájaro guerrero que venía a defender su entorno y su emplumado harén, al escuchar el majestuoso "karatcat cha ká, karatcat chá cá" del macho enjaulado que retaba, dando saltos en su pequeña cárcel de alambre, al enemigo que acudía intrépidamente al combate.  

La escena siguiente era la culminación de toda esta obligada parafernalia: La perdiz macho que entra en la plazuela. Engallado, belicoso, queriendo alcanzar la jaula del intruso a veces, y otras arrastrando las alas por el suelo, como queriendo marcar sus dominios, mientras las hembras, que han acudido atraídas por los guerreros cánticos, contemplan, atónitas y coquetas, el desarrollo de la lid... La seca detonación resuena abatiendo al pájaro retador, mientras el eco se esparce rebotando por valles y laderas y, de nuevo, el silencio, roto únicamente por las manifestaciones de victoria de la perdiz enjaulada, convencida de que la rendición de su oponente se debe a su propia fiereza, que celebra con un canto de triunfo que se podría interpretar: "cuchichi... cuchichi..."

Han pasado los años...¿Sesenta quizá?. Pero aquél hombre imborrable recuerdo de mi niñez, permanece nítidamente en mi retina, y me parecer a mi hermano Alfonso, jaula a la espalda como un morral, caminando junto a su jefe y compañero, atravesando risco y collados, hollando jaras, tomillos y cantuesos, en busca del lugar preciso de montar el puesto.

Enrique Carmona Oyonarte
( su hermano )