Revista  Informativa  de  la  Fundación  Repetto

Verano  2000

Año  3º

EL VERANEO EN MI CALLE

Llegan a mi memoria aquellas escenas de mi vecina Josefa cuando en los tórridos veranos regresaba del consultorio o de la plaza de abastos antes de que pasara el “ carro del hielo” y las gaseosas por mi calle y entraba al portal de mi casa a sentarse en las sillas de anea junto a una maceta de pilistras que estaba al lado de una repisa que soportaba un ánfora de cobre y, soltando el cesto de la compra cuya parte superior estaba cubierto por un papel de estraza mojado que cubría el pescado, el cual asomaba la cola por el mismo, y mientras extendía el ruidoso abanico, aprovechaba para estirar la tirilla derecha del sostén y, resoplando para evaporar el sudor del labio superior decía: “Josú, que fresquito hace aquí, hace un calor en la calle que no se pué andar por ella...” Y una vez que había descansado en el mismo un cuarto de hora, aprovechando ese tiempo para hablar de su hijo que se había casado en Barcelona, con una muchacha que trabajaba con él, y que quería llevársela a un piso que habían comprado con una ayuda que les había dado el padre de ella, proseguía su camino hacia su casa que estaba dos números más arriba de la mía.

     En aquel tiempo, la vida la hacíamos en el piso inferior de la casa para no soportar los rigores del verano, una vez que habíamos aplicado cal en el patio y pintura de temple a las paredes que habían quedado desconchadas por las humedades del invierno.

     En un rincón de la cocina de verano estaba una nevera de las que poseían un grifo del que salía agua fría, pero las grandes sandias y frutas que se iban a comer ese día se dejaban en remojo en un lebrillo grande con agua y un trozo de hielo.

     Hacia las doce del mediodía, solía pasar el carrillo del hombre de los polos, el cual bien los vendía, bien los cambiaba a trueque por varias pieles de conejo secas y encurtidas.

     El veraneo ciertamente, se realizaba en las partes bajas de las casas, en los patios de las mismas, y saliendo a tomar el fresquito, después de la cena, con las sillas a la calle, formándose una tertulia improvisada de los vecinos, mientras que los niños jugábamos en la calle aprovechando las últimas horas del día, temiendo que los mayores se levantaran de las sillas y, recogiéndolas, nos ordenaran entrar a dormir.

     Torremolinos existía sólo para los extranjeros, y las playas para los que  poseían el Seiscientos, o vivían cerca de ellas.

     Para los que vivíamos en el interior, estaba la ilusión de realizar un viaje a la zona del río más cercana o el de una invitación, por los méritos de haber hecho las tareas del día anterior, a la piscina pública o al cine de verano cuando echaban una de romanos.

     Posteriormente conforme mejoraba la renta percápita de los vecinos de mi calle, estos iban emigrando de forma pausada a los pisos que se iban construyendo, mas que nada, porque era muy fácil limpiarlos y en ellos estaba todo mejor recogido, y además... algunos tenían ancensor.

 

Algunas casas de mi calle comenzaron a ceder su solar a lo que dio en llamarse “bloques” ( de pisos), mis vecinos pequeños, hijos de aquellos que vivían en los bloques, tenían que emigrar a jugar cogidos de la mano de sus padres por temor a un accidente de tráfico, a una plaza pública con columpios y un fuerte hechos de troncos de madera.


   El carro del hielo dejó de pasar, porque el hielo se fabricaba en los congeladores de los frigoríficos (ya no se llamaban neveras), y el hombre de los polos dejó de cantar su mercancía, porque la misma se compraba en el bar de la esquina, o en un quiosco de “Camy” o de “Frigo”.

     En los veranos de ahora, mi calle se ha quedado desierta, porque los vecinos, se han ido a un apartamento alquilado en la playa (en otro “bloque” de apartamentos), montados en el coche tipo berlina en cuyo maletero cabe todo el equipaje, siempre que se haya quitado la bandeja posterior, sin necesidad de poner nada en la vaca.

     En mi calle, ya no se van las estrellas, porque lo impide la luz de las estupendas farolas que han colocado en ella  y a las altas paredes de los edificios.; los escasos vecinos  que quedan en este verano sólo pueden sentarse en la terraza autorizada de un bar que ha robado sitio a unas cuantas plazas de aparcamiento, y el ruido del juego de los niños ha dejado paso al del sonido que sale por la puerta de un pub de moda donde se aprietan los cuerpos de jóvenes que mueven el cuello al  compás de la música.

                                                                 Dr. Fructuoso  Fuentes

 Pediatra

                                                                                
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