Uno nace borracho como puede
nacer zurdo, o indio motilón o cantante de ópera. Igual. Y el maestro Jachita,
por ejemplo, nació predestinado. Nunca se supo en qué instante de su vida
empezó a beber pero se conoce en que momento justo dejó de hacerlo: el de la
muerte. Pero aún en eso quedan serias dudas.
El caso es que
fue un borracho devocional, irrenunciable, nato. Y llevo su vocación
a tal virtuosismo que, sin vino encima, no era absolutamente nadie. NO
era nadie. No era hombre “pa ná”, como el mismo dijo muchas veces y tan
convencido estaba de eso que su vida no fue más que una borrachera
imperturbable. Tan bien encajada y asimilada que en sus horas cenitales fue
musa, razón y fundamento de recordadas maravillas artesanales cuya exquisitez
rozaba lo seráfico. Además, supo ser borracho a secas, sin ínfulas ni
claudicaciones y, sobre todo, sin adjetivos. Ni
patoso, ni garrulero, ni omiso, ni efervescente, ni nada. Sencillamente
borracho. Por mas señas, carpintero de fama, ebanista sublime y torneador
memorable, según reconocieron para asombro general los de su propio gremio. En
las escasas obras que de él quedan – casi todas volaron del pueblo para
siempre cuando a la gente le dio en cambiar caoba antigua por fornica- puede
advertirse la precisión sin tacha de un pulso milimétrico, la exacta
transparencia de unos ojos clarividentes y la artística lucidez de un cerebro
privilegiado. Sin embargo, todos los testimonios amigos y enemigos coinciden en
que el maestro Jachita era incapaz de manejar el torno, la gubia y el escoplo
sin la inspiración de la melopea. Era, dicen, un hombre extraño a quien le
funcionaban los mandos al revés.
Tan
incapaz fue de vivir sin vino encima, que las escasas horas sobrias de su
existencia se las pasó dormido, según era público y notorio por boca de su
mujer. En cambio, sus ímpetus creativos – y todos los demás ímpetus –
eclosionaban fulgurantes cuando ya tenía cinco o seis vasitos – el les
llamaba buchitos – en lo alto. De donde todo el mundo llegó al entendimiento
de que sus normal, genuina y definitiva naturaleza era la de borracho. Tan era
así que toda su exultante y contagiosa vitalidad
cuando curdela se tornaba fosquedad, desidia y retraimiento cuando fresco. Nunca
bebió más que manzanilla y jamás fue bebedor atolondrado y codicioso. Bebía
sin un mal modo ni una mala manera, lenta pausadamente, con solemnidad
patriarcal y parsimonia de oficiante, paladeador, casi masticador del vino hasta
alcanzar el estado de gracia que lo elevaba de este mundo y así llegaba a la
ingravidez semi-angélica, a la borrachera visceral, transfiguradora,
entronizada en los adentros por impulsos pasionales alumbrados por la
genialidad.
Y era
entonces cuando bajaba al fondo de sí mismo. Sus aprendices lo notaban no sólo
por la eximia soltura de su pulso, sino porque, además, daba en canturrear
pasajes de zarzuelas. De donde sus allegados dieron en comprender que cuando,
por ejemplo, le emergían las notas
más o menos desafinadas de “ Luisa Fernanda”, - porque en la música no
estaba su fortuna- el maestro Jachita había alcanzado las cimas del equilibrio
emocional y los linderos del éxtasis. A todo esto, su salud fue todo un
paradigma de inmunidad ciclópea frente a cualquier asomo de alifafe o
destemplanza físicos o psíquicos. Murió porque sí, tirando del carro como él
decía siempre, sin rastro de mal alguno, cuando ya se le calculaban ochenta y
muchos abriles sobre la tierra.
Por
cierto, alguien tuvo la ocurrencia quizás irreverente- o acaso a modo de
homenaje fervoroso, quien sabe- de plantarle entre las flores del nicho media
botella de su manzanilla predilecta. Lo desconcertante fue que al día siguiente
la media del caso estaba allí, en su sitio justo, pero descorchada y vacía.
Fue aquel un misterio que jamás pudo aclararse.
Eduardo
Domínguez Lobato
Periodista
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