Llegan a mi memoria
aquellas escenas de mi vecina Josefa cuando en los tórridos veranos
regresaba del consultorio o de la plaza de abastos antes de que pasara el
“ carro del hielo” y las gaseosas por mi calle y entraba al portal de
mi casa a sentarse en las sillas de anea junto a una maceta de pilistras
que estaba al lado de una repisa que soportaba un ánfora de cobre y,
soltando el cesto de la compra cuya parte superior estaba cubierto por un
papel de estraza mojado que cubría el pescado, el cual asomaba la cola
por el mismo, y mientras extendía el ruidoso abanico, aprovechaba para
estirar la tirilla derecha del sostén y, resoplando para evaporar el
sudor del labio superior decía: “Josú, que fresquito hace aquí, hace
un calor en la calle que no se pué andar por ella...” Y una vez que había
descansado en el mismo un cuarto de hora, aprovechando ese tiempo para
hablar de su hijo que se había casado en Barcelona, con una muchacha que
trabajaba con él, y que quería llevársela a un piso que habían
comprado con una ayuda que les había dado el padre de ella, proseguía su
camino hacia su casa que estaba dos números más arriba de la mía.
En aquel tiempo, la vida la hacíamos
en el piso inferior de la casa para no soportar los rigores del verano,
una vez que habíamos aplicado cal en el patio y pintura de temple a las
paredes que habían quedado desconchadas por las humedades del invierno.
En un rincón de la cocina de
verano estaba una nevera de las que poseían un grifo del que salía agua
fría, pero las grandes sandias y frutas que se iban a comer ese día se
dejaban en remojo en un lebrillo grande con agua y un trozo de hielo.
Hacia las doce del mediodía, solía
pasar el carrillo del hombre de los polos, el cual bien los vendía, bien
los cambiaba a trueque por varias pieles de conejo secas y encurtidas.
El
veraneo ciertamente, se realizaba en las partes bajas de las casas, en los
patios de las mismas, y saliendo a tomar el fresquito, después de la
cena, con las sillas a la calle, formándose una tertulia improvisada de
los vecinos, mientras que los niños jugábamos en la calle aprovechando
las últimas horas del día, temiendo que los mayores se levantaran de las
sillas y, recogiéndolas, nos ordenaran entrar a dormir.
Torremolinos existía sólo para
los extranjeros, y las playas para los que
poseían el Seiscientos, o vivían cerca de ellas.
Para los que vivíamos en el
interior, estaba la ilusión de realizar un viaje a la zona del río más
cercana o el de una invitación, por los méritos de haber hecho las
tareas del día anterior, a la piscina pública o al cine de verano cuando
echaban una de romanos.
Posteriormente conforme mejoraba
la renta percápita de los vecinos de mi calle, estos iban emigrando de
forma pausada a los pisos que se iban construyendo, mas que nada, porque
era muy fácil limpiarlos y en ellos estaba todo mejor recogido, y además...
algunos tenían ancensor.
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El carro del hielo dejó de pasar, porque el hielo se
fabricaba en los congeladores de los frigoríficos (ya no se llamaban
neveras), y el hombre de los polos dejó de cantar su mercancía, porque
la misma se compraba en el bar de la esquina, o en un quiosco de
“Camy” o de “Frigo”.
En los veranos de ahora, mi calle
se ha quedado desierta, porque los vecinos, se han ido a un apartamento
alquilado en la playa (en otro “bloque” de apartamentos), montados en
el coche tipo berlina en cuyo maletero cabe todo el equipaje, siempre que
se haya quitado la bandeja posterior, sin necesidad de poner nada en la
vaca.
En mi calle, ya no se van las
estrellas, porque lo impide la luz de las estupendas farolas que han
colocado en ella y a las
altas paredes de los edificios.; los escasos vecinos
que quedan en este verano sólo pueden sentarse en la terraza
autorizada de un bar que ha robado sitio a unas cuantas plazas de
aparcamiento, y el ruido del juego de los niños ha dejado paso al del
sonido que sale por la puerta de un pub de moda donde se aprietan los
cuerpos de jóvenes que mueven el cuello al
compás de la música.
Dr. Fructuoso Fuentes
Pediatra
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